Por Mariana Romero

A Cecilia Figueroa le pegaron dos tiros en las piernas y la dejaron ahí, en plena calle frente a la plaza, muriéndose. Ella cree que el asesino se fue dándola por muerta, pero hay quienes creen que le disparó a las piernas estratégicamente, para que sobreviva. “No podía aguantar estar lejos de ella”, declararía Marcelo Acosta dos años más tarde, en el juicio que lo terminó condenando a perpetua. Era policía Federal, tenía un arma reglamentaria y una puntería letal: a ella la dejó viva, pero a su compañero de gimnasio, que estaba en el auto con ella, lo acribilló de 11 tiros. Murió con el cinturón de seguridad puesto.

Cecilia es una de las pocas personas que sabe cómo se siente recibir un balazo y sobrevive para contarlo. Una de las dos balas que le perforó la carne le destrozó el fémur y le hizo perder parte del hueso. “Si le tocaba la arteria femoral, ella no sobrevivía”, explicó ante los jueces el médico que le salvó la vida. 

Sin embargo, lo que más la atormenta no es el dolor en la pierna, ni las cicatrices, ni la angustia de haber perdido a Marcos frente a sus ojos. Lo que no la deja vivir es que Marcelo Acosta está vivo. El asesino, vivo, respirándole en la nuca, amenazándola desde la cárcel y pidiendo salir para instalarse donde vive la familia de Cecilia. No, la perpetua no es el fin del infierno. 

La belleza enredada

Hay una foto de Cecilia hermosa, antes de la noche de la masacre. Ella sonríe al lente y se le ven los rasgos angulosos de la cara, la sonrisa generosa y el mar a sus espaldas. Es una foto de vacaciones, se nota en el pelo recién secado al sol y en los hombros en descanso, el cuello jugando a encontrar la cámara, casi casual, divertida. 

No se parece mucho a la mujer que hoy, martes 8 de abril de 2025, se sienta ante un juez y le suplica que le salve la vida. La belleza está intacta, atrapada en una maraña de miedo que le cortajea la voz y le hace temblar las mejillas. Cuando su asesino, Marcelo Acosta habla, ella gira la cabeza hacia la pared. Mientras él explica por qué debe salir de la cárcel y quedar en prisión domiciliaria, ella clava las uñas de su mano derecha en la izquierda y las de la izquierda, en la derecha. 

Sólo llora de impotencia cuando le toca hablar y las palabras no le salen, no le alcanzan para explicar a Su Señoría que Acosta, después de intentar matarla, la mantuvo amenazada durante años desde adentro de la cárcel, usando un celular.

El origen del mal

Cuando Cecilia conoció a Acosta se enamoró, supongo, las historias del horror comienzan casi siempre en una flor. Nunca había tenido novio así que, en algún momento, cuando empezó la violencia, no la supo distinguir. Ya tenían dos hijas cuando comenzaron los golpes, porque ella empezó a trabajar. Marcelo (entonces era Marcelo), le rompía la ropa y le escondía los accesorios para que ella no pudiera salir. A veces, ella faltaba al trabajo porque los moretones eran visibles y no sabía qué decir. Él la quería cerca, todo el tiempo, los celos no lo dejaban vivir. Cecilia lo denunció una vez, pero nada ocurrió. Entonces, ella lo dejó. 

Marcelo se volvió loco. Comenzó a amenazarla sistemáticamente, a vigilarla todos los días. La rutina de Acosta era ir a trabajar en la Policía y, a la salida, instalarse en el auto en la puerta de la casa de Cecilia. A esa altura, calcula ella, las denuncias eran más de 20. “Nosotras vivíamos encerradas en la casa, pero encerradas literalmente, porque le teníamos terror”, cuenta. Entonces, acudió a la Federal, donde trabajaba él. Explicó lo que estaba viviendo y les dijo que tenía miedo porque Acosta, como buen policía, estaba siempre armado. La institución tomó en serio la amenaza y le retiró el arma. Pero no duró mucho la medida, al poco tiempo se la devolvieron, como si no hubiera pasado nada. Ninguna alarma se encendió en la fuerza que les hiciera advertir que una persona que ya había anunciado un homicidio no podía portar un arma del Estado. Así, pasaron cinco años. 

La semana antes de la masacre, Acosta se llegó hasta el gimnasio donde iba Cecilia. “La esperé con la ignorancia de lo que iba a ver. Vi llegar una EcoSport roja. Adentro iba mi esposa, con una actitud anormal, como si quisiera esconderse; la camioneta dio la vuelta y ella llegó poco después, caminando. Le pregunté con qué necesidad; ella se molestó, me insultó y amenazó. Cuando el amor se va, informarle al otro no cuesta nada”, declararía Acosta más tarde ante el tribunal. Lo cierto es que nada ocurrió de esa manera: Cecilia fue atacada ese día y no le tocó la muerte porque un “trapito” la salvó. 

La masacre de la plaza Alberdi

La noche del 7 de agosto de 2015, Cecilia volvió al gimnasio. Bailar zumba la despejaba. A la salida, su compañero Marcos Nazur se ofreció a llevarla a casa. Subieron a la EcoSport de él y se detuvieron a charlar en José Colombres al 500, frente a la plaza Alberdi, a metros de la estación de tren. 

Acosta apareció de pronto, en sentido contrario. “Le hizo una tapada”, explica el abogado Álvaro Zelarayán, que conoce el expediente de punta a punta. “En la jerga policial, tapar significa cruzarle tu auto al oponente para que no pueda ni arrancar ni abrir la puerta para escaparse”, dice y toma dos celulares del escritorio para representar la maniobra. Entonces, queda más claro. 

Acosta venía en un Siena prestado. Al ver la EcoSport detenida sobre la vereda, cambió de carril y se le “cruzó”, pero no de frente. Como buen policía federal, sabía encerrar a un vehículo: con la punta izquierda del guardabarros le impidió que arranque y, con el frente del auto le trabó la puerta al conductor. Cecilia, que estaba en el asiento del acompañante, reconoció a su ex marido cuando se bajó del auto. Intentó frenarlo. Él ya tenía el arma reglamentaria en la mano. Acosta se colocó en la ventanilla del acompañante de la camioneta encerrada. Marcos no tuvo tiempo de intentar salir del auto: recibió los 11 disparos con el cinturón de seguridad todavía puesto. Después de matarlo, el asesino miró a Cecilia, la madre de sus hijas, y le disparó tres veces: dos le dieron en las piernas. 

Con la pistola en la mano, Acosta se volvió a subir al auto y manejó cinco cuadras. Paró en el destacamento de la Policía Federal, entró, dijo “me mandé una cagada” y entregó el arma. 

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X de José Inesta

“Nos hacía vivir un infierno”

Durante el juicio, Acosta reconoció el hecho, pero intentó convencer a los jueces de sus motivos. “No aguantaba estar lejos de ella, tenía miedo de perderla”, declaró ante el tribunal. “Según Acosta, su esposa tomó un trabajo y comenzó a cambiar: iba al gimnasio, salía con amigos, se compraba ropa. En todo momento intentó aclarar que se decía a sí mismo que no debía ser machista, que ella no era su propiedad, pero admitió que el cambio le costaba y que desgastaba a la pareja. ‘No voy a negar que era celoso, pero era ‘celoso bien’, no enfermizo’”, dice la crónica de La Gaceta, que cubrió el proceso hasta la sentencia. 

En el juicio, también declaró su hija, la hija del asesino y de Cecilia. Relató ante los jueces la pesadilla que vivió ella junto a su pequeña hermana y su madre. “Nos hacía vivir un infierno”, dijo y contó que lo corrían permanentemente de la casa, pero él volvía. Los testimonios fueron coincidentes: Acosta dio todas las señales de lo que iba a terminar haciendo. 

Marcos

Marcos tenía poco que ver en esta historia desquiciada. Estaba casado y tenía dos hijos: el menor cumplía dos años cuando lo mataron. “Esa noche yo creo que estaba en el club cuando me llaman y me dicen: ‘che, Mosquito, lo acaban de matar al hermano de Marcelo”, cuenta el abogado Álvaro Zelarayán y hace una pausa. “Marcelo no era mi amigo, era mi hermano”, dice, mientras recuerda la noche que le destruyó la vida a los Nazur. 

Por eso, aceptó representarlos en el juicio y luchar contra el abogado defensor que, en sus alegatos, intentó convencer a los jueces de que la pena debía ser reducida porque Acosta estaba en estado de emoción violenta cuando le bajó el cargador a Marcos. Sostenía que él y Cecilia no estaban charlando esa noche, sino besándose. “Este muchacho sufrió mucho también, no merecía esto”, dijo a la prensa el abogado defensor, Salvador Rotondo

A Acosta jamás se le movió un músculo de la cara, ni siquiera cuando escuchó la condena a perpetua. Quienes presenciaron el juicio recuerdan a la perfección la mirada helada del condenado: era imposible saber qué sentía. No hay persona que haya estado en esa sala y haya olvidado la impasividad del asesino. No hizo ninguna expresión tampoco cuando se lo llevaron esposado el 3 de agosto de 2017, dos años después del crimen. Quizás ya iba pensando cuál iba a ser su próximo movimiento. 

Foto: Inés Quinteros Orio/La Gaceta

Llorar en paz

Cecilia sintió que, por fin, podía comenzar a vivir. Reconstruir su vida junto a sus hijas, dejar de faltar al trabajo para ocultar los golpes que sufría y, sobre todo, llorar a Marcos: su compañero había dejado a dos criaturas huérfanas, una viuda desesperada y una familia sumida en el dolor. 

Pero entonces, comenzó otra pesadilla: la de Acosta desde la prisión. El asesino comenzó a mandarle mensajes desde adentro del penal. 

Cecilia imprimió todo y decidió denunciar. Tenía hojas y hojas con capturas de pantalla de los mensajes que Acosta le enviaba desde la cárcel, culpándola por lo que le ocurría y haciéndole saber que la veía cuando él salía del penal. Cuando Cecilia lo bloqueaba en Whatsapp, él le enviaba mensajes de texto, cuando Cecilia cambiaba de celular, él conseguía el nuevo número y le escribía, cuando volvía a bloquearla, le hacía videollamadas por Facebook. 

Estos son algunos de los mensajes que le mandó:

“Ahora no tenés vergüenza. Pero no te olvides todo llega… todo llega… nada se pierde. Aunque pienses que está olvidado”

“Das asco como lo hiciste siempre. Igual que tu familia”

“Sucia. Q pobre mujer. Mis hijas sufren gracias a vos. PUTA”

“Cuando más pasa el tiempo me doy cuenta y más me convenzo (sic) de la clase d lacra q tuve a mi lado. Nunca imaginé tanta miseria en una persona. Q daría para q la madre de mis hijas, mis amores halla (sic) sido otra”

“Esto q hiciste… Como se llama para vos? calentura o interés? La verdad la más sucia y puta”

“Nunca me quisiste! Eso es lo que mas me duele hoy, te entregué mi vida y me la destruiste”

“Ya voy viendo como reciben cachetadas todos los q me hicieron daño y vos creo q sos la que más premios tendrás”

“Sos una pobre mujer… vacía en cosas buenas y llena de resentimientos. Y no lográs aunque creas que lo estas, encajar en ningún ambiente como por ejemplo este de víctima. Q hiciste de tu vida Ceci??”

“Comportate por ellas no por mí ya no estoy… tratá de entender la vergüenza que das. No tuviste suficiente? No te das cuenta de lo que viene? Chau”

Pero esto no era lo peor. En un par de llamadas telefónicas que alguna de las chicas atendió (él siempre cambiaba de número), dijo que la había visto “ayer” cuando ella iba al trabajo. En otra, les comentó que estaban más lindas las plantitas de la casa. ¿Cómo podía saberlo, si estaba encerrado? Sí, Acosta salía del penal. Había decidido estudiar derecho y, como muchos de los internos, eligió cursar las materias en lugar de rendir libre. Entonces, aprovechaba para espiar. 

Presos VIP

Acosta cumplía su condena en el penal de Villa Urquiza. Definido en aquellos tiempos como uno de los peores del país, la cárcel tucumana presentaba condiciones de encierro casi inhumanas para muchos de los internos. 

Excepto para los alojados en la Unidad número 6. Allí, hasta el día de hoy, se encuentran los miembros de las fuerzas de seguridad condenados por diversos delitos. Hacer un repaso por los nombres de quienes habitan esa privilegiada zona sería un paseo más que interesante sobre la historia criminal reciente de Tucumán.

En el año 2019, se emitió por televisión un corto informe sobre los “Presos VIP de Villa Urquiza”. Mientras los presos de esa cárcel, en general, no podían recibir ni fruta de sus familiares, en el informe se se exhibió documentación que probaba que los ex policías condenados ingresaban (pedían ingresar y se les permitía) elementos como computadoras, Play Station, aires acondicionados y hasta un Metegol. Entre los papeles se encontraban dos pedidos de Acosta, ambos aprobados: solicitaba una impresora multifunción y cartuchos de tinta. 

Cecilia estaba viendo la televisión. Y decidió hablar. Cuando la noticia se conoció, se ordenó un allanamiento y a Acosta le secuestraron el celular. Pocos días después comenzó la pandemia y con ella, el problema de qué hacer con los presos del penal. Como las visitas estuvieron suspendidas por meses, la Justicia resolvió que no estaba mal que los presos tengan teléfono y, desde entonces, se hizo habitual. 

Cinco años de tranquilidad

Cecilia no volvió a ser amenazada. Sí, cada tanto, una de las chicas recibía algún llamado de Acosta desde el penal, siempre preguntando la dirección de la casa donde se habían mudado. Pero no se la dieron nunca y vivieron con relativa tranquilidad. Hasta este año. 

Hace un tiempo, Cecilia visitó a su familia en Leales, al este de la capital. Pueblo chico, la recibió con la noticia: “¡Cecilia! ¿Cómo puede ser, con lo que hizo Marcelo, que esté acá, en la casa de su mamá?”. Ella no lo creyó. Pero el relato se repitió: el asesino había estado allí, todos lo vieron, no fue un secreto para nadie. Cecilia se desesperó. 

Los cinco años que había vivido tranquila no habían sido reales, sino una mentira. No ocurrieron porque él estaba bien encerrado sino porque, contrario a la ley, a Cecilia nunca le informaron sobre los permisos y las salidas. Lo supo porque ella misma fue hasta el penal. Acosta, otra vez, estaba preparando su siguiente movimiento. 

La ley

La Ley 27.372 fue sancionada en 2017 a raíz de la lucha nacional de víctimas de la impunidad que reclamaban, entre otras cosas, un derecho que hoy nos parece básico: el de ser informadas sobre las causas, incluso, durante el cumplimiento de la sentencia. Se la conoce como la “Ley de las víctimas”. Específicamente, en su artículo 12, establece que la víctima tiene derecho, durante la ejecución de la pena, a ser informada y expresar su opinión respecto de cualquier planteo que haga el condenado. 

El nuevo Código Procesal Penal también establece la obligación del Ministerio Público Fiscal de “velar por la protección de la víctima del delito en todas las etapas del proceso penal” y a realizar “los planteos que consideren necesarios referentes a la ejecución (...). La incidencia será resuelta por el juez de ejecución en audiencia, con intervención de las partes y la víctima”.

En el caso de Cecilia, nada de eso se cumplió. La pesadilla comenzaba otra vez. 

“Lo malo que me ha ocurrido en la vida”

Tras casi nueve años de prisión, Marcelo Acosta pidió pasar a domiciliaria. Argumentó que su madre tiene 83 años, vive sola y tiene múltiples dolencias, por lo que su deseo es dedicarse a cuidarla. Cecilia, como corresponde, nunca se enteró. Pero, esta vez, tuvo la suerte de que la jueza Ana Cecilia Escobar lo rechazara. 

Pero Acosta apeló. Y el tema recayó en el reconocido juez del Tribunal de Impugnación Carlos Caramutti que, fiel a su estilo y prestigio, se tomó el asunto en serio. La audiencia se realizó el martes por la mañana. Nueve años después de la masacre y siete después de la sentencia, Cecilia volvía a verle la cara al monstruo que casi le quita la vida y que se llevó la de Marcos, su compañero. 

Llegó sola a Tribunales, ya no tenía abogado. Litigar cuesta dinero y la mayoría de las víctimas no puede pagar a un profesional que la represente durante años, durante todos los años que dure una perpetua, hasta que uno de los dos muera. Así que llegó sola. En los pasillos se encontró con Álvaro Zelarayán, “el Mosquito”, el abogado que había representado a la familia de Marcos durante el juicio. “Usted no puede presentarse sola, venga conmigo yo la voy a representar”, le dijo y no le cobró un peso. 

Aunque ellos estaban en Tribunales, Acosta estaba en el penal. Eso la tranquilizó. Pero la voz…Cada vez que el asesino hablaba desde la pantalla, a Cecilia se le tensaban los músculos de la cara. No es una persona expresiva y su perfil es más bien bajo. Sólo quien la conoce sabe el huracán de sentimientos que le provoca volver a escuchar esa voz. 

El juez escuchó atentamente el planteo del abogado defensor, que sostenía que la madre de Acosta debía ser atendida por su edad y sus enfermedades. Eso nunca estuvo en duda. Sin embargo, el Ministerio Público Fiscal, representado por Gonzalo García, se opuso: un informe revelaba que la mujer tenía  dos hijos más y nietos que se encargan de su atención. Y allí comenzaron los planteos.

Cecilia aportó datos más precisos: la anciana tiene ingresos suficientes para pagar cuidadores porque tiene campos de caña de azúcar y un negocio de venta de ropa. Además, tiene dos hijos: uno vive en la casa de al lado y el otro, a diez minutos. Y como si fuera poco, tiene dos nietas mayores de edad con buenos trabajos, además de dos nietos también adultos que viven a la par. Marcelo insistió. Sus hermanos, dice, tienen que trabajar y viajan mucho. 

Ella estalló en llanto. Le suplicó al juez, sin rodeos, que la cuide. Acababa de escuchar que un informe psicológico describía a su agresor como alguien ‘sin reflexión ni autocrítica’ sobre lo que hizo. Reclamó que, durante años, ni la Justicia ni la Policía la cuidaron, que jamás le dieron curso a sus denuncias de violencia de género, y que, después del juicio, tampoco la escucharon cuando denunció las amenazas y los mensajes que le enviaba desde la cárcel. “Yo le pido, por favor, que nos cuiden a nosotras, nunca lo hicieron. Cuídenos por favor”. 

Acosta también habló. Dijo que la intervención de Cecilia fue una “puesta en escena de esta señora, que está desinformada, todo para dejar sin valor el pedido mío”. Insistió en su intención de ir a vivir con su madre para cuidarla y fundamentó el pedido: “yo ya hace casi diez años estoy privado de mi libertad y he demostrado, en este tiempo, que soy respetuoso de la ley. Entiendo que ella pueda tener miedo, pero no hay motivo material ni prueba de que haya algún riesgo. Yo he sido toda mi vida policía federal y perito, he sido siempre respetuoso de la ley. Hoy, sigo siendo esa persona, a pesar de lo malo que me ha ocurrido en la vida”.

El juez Caramutti rechazó el pedido de domiciliaria, no por el ruego de Cecilia sino porque la señora tenía otros familiares que podían cuidarla. La peligrosidad del asesino no fue analizada. 

El infierno no tiene fin

Cecilia deberá, a partir de ahora, ser informada de cada vez que Acosta pida salidas, domiciliaria o,incluso, la libertad. Sabe que, un día, alguno de esos planteos será aceptado. Sabe que la vida, a partir de ahora, serán esos espacios entre un pedido rechazado y otro. Y que la suya durará hasta el día en que un juez le dé la libertad: “esto se va a terminar cuando se muera, si no me mata antes él a mi”.