Hacen danzas clásicas y obtuvieron una beca para viajar a New York

Cuatro alumnas de danzas clásicas de Concepción obtuvieron una beca para viajar a perfeccionarse en New York en la Américan Academy of Ballet, Summer School
miércoles 02 de noviembre de 2022

Nuevamente se realizó en Tucumán, la Performance Awards de la American Academy of Ballet (AAB), institución de Estados Unidos. Se trata de exámanes internacionales para los cuales se habían inscripto 40 estudiantes de seis a 17 años. 

Las becas, fueron concedidas a bailarinas de Salta y de Tucumán afirmó la profesora María Inés Santillan, además añadió que las mismas reciben un porcentaje entre un 15 o 30% para participar el año próximo. 

Hablamos con las protagonistas de la ciudad de Concepción, entusiasmadas buscan recaudar fondos para poder hacer frente a tales gastos que permitar perfeccionar su arte.

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Día de los muertos: la función social de los difuntos

Desde tiempo inmemorial, nuestros antepasados que habitaron la ecúmene grecorromana, honraron con respeto reverencial a los difuntos. “Al pie de los sepulcros, nacieron los altares”, escribió Numa Dionisio Fustel de Coulanges en La Ciudad Antigua, aludiendo a ese vinculo inextricable entre la religión doméstica y la memoria funeraria.

Por su parte, es famoso el episodio legendario pero aleccionador, narrado por Ovidio en el Libro IIº de los Fastos: “Un día, los mortales olvidaron el deber de recordar a sus muertos (llamado desde tiempo inmemorial Parentalia) y las ánimas salieron de sus sepulcros…y se las oyó lamentarse, vagando por las calles de la Urbe y por las comarcas del Lacio…Hasta que volvieron a ofrendarles los ritos antiguos sobre las tumbas olvidadas. Entonces, descansaron en paz…”

Sin duda, otros pueblos de la Tierra también practicaron estos ritos, con sus particularidades identitarias, más trascendentes algunas, más inmanentes otras. Baste pensar en las costumbres mortuorias egipcias. Digamos que. como tono general, la Antigüedad encerró en el sepulcro algo más que unos restos sin vida: también enclaustró algo inquietante, por momentos pavoroso, un “remanente” inmaterial que debía permanecer aplacado en aquellos recintos.

Los primeros cristianos, súbditos del Imperio Romano, no rechazaron las prácticas inherentes a la virtud de la piedad familiar (pietas en latín), entre las cuales se contaba el tributo funerario, aunque las dotaron de otro sentido más afín al kerigma apostólico, que es el anuncio de un misterio asociado a la muerte de Cristo, pero que conduce a la esperanza de la resurrección.

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La iglesia primitiva homenajeaba a los difuntos, y las ceremonias del solemne enterramiento se remontan al tiempo de las catacumbas. Especialmente, se honraba a los mártires, aquellos que habían ofrendado sus vidas por causa de su fe y cuyo ingreso al Reino celestial quedaba ipso facto asegurado.

Pero aunque el muerto o la muerta no fuera un mártir, se lo acompañaba a su tumba al son de himnos, salmos y plegarias consoladoras. Y se lo evocaba, luego, inscribiendo su nombre en los “dípticos de los muertos” o tablillas memoriales, para perpetuar su recuerdo como miembro de la Iglesia. La diferencia entre el difunto común y el mártir era, pues, su destino de ultratumba: mientras que el mártir entraba de inmediato en el gozo de la gloria eterna, al alma del difunto común y corriente le aguardaba un prolongado Purgatorio purificador, e iba a necesitar de los sufragios y las preces de la Iglesia terrenal.

Podría decirse que la apropiación funeraria y ritual del cadáver fue una operación eclesiástica largamente sostenida durante la Edad Media y parte de la Edad Moderna, hasta la aparición en Europa, entre las postrimerías del siglo XVIII y los inicios del XIX, de los cementerios públicos secularizados, como establecimientos mortuorios provistos por el Estado.

El cuerpo del difunto (así fueran unos huesos raídos apiñados en fosas atestadas de otros esqueletos) vino a convertirse en una especie de “prenda”, un símbolo casi sacramental que mantenía el nexo místico entre los deudos y un clero-administrador, ya no solo de las huesas en los camposantos y parroquias, sino también de los sufragios de ultratumba, que vertían sobre el alma purgante como un bálsamo aliviador y hasta abreviador de incontables eones de castigo.

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De este modo, el binario cuerpo-alma, aquel compositum que al permanecer unido, según los teólogos, definía la condición viviente de un sujeto “viador” (vale decir, caminante y peregrino en este plano existencial), ahora, ya escindido en dos mundos, seguía siendo jurisdicción de la “madre solícita” que era la Iglesia. Claro que los cuidados maternales no eran, en este rubro, del todo gratuitos, porque las misas y las preces tenían su precio; y se llegó al extremo de que la “venta de indulgencias” para acortar los suplicios del purgatorio precipitó, al final, de la mano del fraile teólogo Martín Lutero, un cisma latente en Occidente. A este respecto, la Reforma se mostró pragmática, suprimiendo la creencia en el Purgatorio, y con ello, la necesidad de repartir o de ganar indulgencias.